«Nos han contado la vida y yo también me cuento el mundo. Escribo lo que pasa».
Paula Farias rememora con nosotras su infancia al compás de la máquina de escribir de su padre, Juan Farias, su faro personal. En una familia dedicada por entero a la escritura, sus juegos infantiles están unidos al sonido de la banda sonora de una vieja Olivetti.
Estudió Medicina para ser parte activa del mundo, consciente de que nunca sería un médico de bata y placa dorada». En la guerra de los Balcanes comenzó a trabajar para Médicos Sin Fronteras y dirigió emergencias en catástrofes naturales y conflictos por todo el mundo. En 2006 fue elegida presidenta de dicha organización y estuvo al frente hasta el año 2011. De su experiencia en Kosovo recuerda esa profunda sensación de «vulnerabilidad» y la capacidad de supervivencia que descubres en el ser humano: «Ves que somos capaces de mover montañas». Reconoce que de su trabajo ha aprendido a quedarse con la parte luminosa de la vida y a llevar las cosas con un humor “necesario para sobrevivir, para gestionar el sufrimiento, para reírte de ti mismo».
En paralelo a su labor humanitaria, ha publicado numerosos artículos en diversos medios de comunicación; es autora de Déjate contar un cuento (2004) y de dos novelas: Dejarse llover (2015) y Fantasmas azules (2021), de las que hemos hablado con ella. Esta es su mirada, comprometida, con la realidad.
– La novela, Fantasmas azules, está ambientada en Afganistán, pero nos habla también de nosotros, de los que estamos al otro lado. ¿Dónde encontramos el germen de este precioso texto?
Yo estuve en Afganistán en 2001, en las montañas, dos meses después de que cayesen las Torres Gemelas, para trabajar con Médicos Sin Fronteras. Una tarde que necesitaba salir, y ya se había ido mi traductor, me puse un burka, me fui a dar una vuelta y, de pronto, desaparecí. Descubrí esa magia de convertirte en un ser invisible: un horror para el que lo sufre como una imposición, pero muy interesante para quien lo practica de forma opcional, porque te descubre el encanto de desaparecer. Con el burka me vino la reflexión de hasta qué punto somos a partir de quién y cómo te mira, cómo nos construimos a través de la mirada de los demás, cómo necesitamos esa mirada o cómo nos comportamos de manera diferente dependiendo de si te ven o no te ven.
Ese fue el origen de María, la periodista y personaje principal de la novela. Luego aparecieron otros, como Mahmud, que es ese contraste entre la rudeza y la vulnerabilidad, y que tiene su origen en Abdullah, un hombre bañado en lágrimas, que trabajó conmigo. Había pasado por miles de peripecias, barbaridades y violencia, pero descubrí que se rompía ante la muerte callada, la pena podía con él. Me interesaba hablar de esas corazas que nos impone la vida y que no nos dejan conectar con nuestra vulnerabilidad. Esos dos mundos que se rozan, el de la violencia, la rudeza y la parte más sensible, pero que no terminan de encontrarse. Me apetecía contar ese ruido que se genera en la incapacidad de traspasar fronteras de un mundo a otro. El arranque, el germen lo constituyen estas dos impresiones: la invisibilidad y la sorpresa frente a la invisibilidad y la dificultad de manejar tu lado más sensible.
– Mujeres invisibles, mujeres fantasmas, mujeres que no existen… ¿Hasta qué punto la mirada de los demás concede a los lectores y a los personajes un espacio para ser o no ser?
Justamente esta es la reflexión. Pero, de puertas para dentro, y en su mundo más doméstico, las mujeres afganas sí tienen vida; lo que no tienen es vida pública. La idea de que se deshacen es un ejercicio literario, una metáfora hacia la propia María, pero no se aplica a las mujeres afganas. Quizás eso no esté bien contado en la novela, pero, en definitiva, hay dos mundos que pierden, hombres y mujeres, los dos, se quedan fuera de algo bonito.
No se puede elegir no ser. Esta es la consecuencia de la historia.
– Esta novela es una novela de personajes: Simón, María o Mahmud son un ejercicio de miradas en tu mirada, un cruce de miradas tan violentas como poéticas. ¿Cómo se combinan?
Esta es la parte que me gusta. Aborrezco el rollo del cooperante intenso y culpabilizador; lo interesante es el margen de la violencia y el margen de lo superfluo.
Es verdad que en esos mundos hay mucha violencia, es una violencia obvia, pero también hay poesía y mucha luz. Aquí también tenemos mucha violencia y casi es peor, porque no puedes nombrarla.
– El personaje de Simón, un hombre inseguro y pusilánime, que trabaja en una agencia humanitaria, representa al occidental que se construye una imagen, en países arrasados por la pobreza y la muerte, desde su atalaya de privilegios. A este respecto, de él nos dices: «El extranjero, menudo, casi mínimo, bañado en sus sustos y su pretendida soberbia» o “Él lo que de verdad quería era triunfar en el bar de su pueblo. Como todo el mundo». ¿Te has encontrado con muchos ‘Simones’ en tu vida?
Sí, hay Simones y hay gente maravillosa. No pretendía hacer un cliché del cooperante. Hay mucha gente que está ahí, dejándose las tripas y convencidos de que lo que hacen sirve para algo y tratando de hacer las cosas lo mejor posible. Pero también hay el arrogante de turno que va cargado de certezas, que piensa que lo sabe todo, que no tiene que aprender nada, a pesar de que acaba de llegar a un mundo que desconoce y pensando que con sus claves va a ser capaz de manejar todo eso, va a ser capaz de manejar y de juzgar. ¡Qué rápido y que fácil has entendido milenios de historia! Sí, me he encontrado a Simones, pero también a mucha gente que no lo es.
– De hecho, sobre este personaje también escribes: «Los tipos grandes del patio de la escuela son poso (…) esa necesidad de sacudirse de una vez por todas las sombras del patio». ¿Somos, en gran medida, quienes fuimos?
Yo creo que sí; tenemos tanto del patio de la escuela… Ahí se ensaya la vida: en el patio o en la infancia. El que tuvo una infancia linda, será una linda persona; el que tuvo una infancia difícil acaba ajustando cuentas con la vida, a veces, bien, y, a veces, mal. Sí, yo siempre digo que el patio es el ensayo de la vida.
– Además, otra de las criaturas más características, que representa, precisamente, esta labor humanitaria, es Míster Marta, una médica a las que las autoridades del valle no respetan por ser mujer, hasta que decide llamarse Míster Marta. Respecto al tercer personaje, hay un momento en el que Mahmud está trabajando, descargando sacos de alimentos, «toneladas de esfuerzo para tratar de tapar la sensación de impostura que lo envolvía todo». ¿Cómo se trabaja en la ayuda humanitaria desde esa limitada capacidad de acción?
Es limitada, pero se hace mucho. Yo siempre soy un poco crítica con esto, pero, en realidad, es a lo que me he dedicado toda la vida y también es muy gratificante. El mundo tiene unas necesidades inconmensurables; lo que haces no es suficiente, pero lo haces. Un poco la fórmula secreta es quedarte con lo que haces y no con lo que te queda pendiente. Si no, sería muy paralizante. Quédate con la luz, quédate con lo que avanzas, que también es mucho. Así es la vida; en la vida hay que participar.
– En la novela se aborda el miedo, el desamor: «La quería cerca para poder decirle que ya no la quería, pero ella ya no estaba». ¿Qué papel cumplen estos sentimientos en nuestra sociedad actual?
El amor o el desamor nos ha acompañado siempre, es viejo como el mundo, nos hace crecer, nos hace llorar… El que no se ha enamorado y no ha tenido un desamor es que no ha empezado a vivir. Probablemente, sea de las experiencias de las que más se aprende.
¿El miedo? El miedo está ahí en estos lugares. Cuando me preguntan: ¿Y no tienes miedo cuándo vas a la guerra? Ahí tienes un miedo físico, muy concreto, muy definido. Sabes al peligro que te expones. Pero luego hay otros miedos aquí que para mí son mucho más demoledores. Yo tengo tres hijos; la idea de que les pase algo a mis niños… De pronto, esos sustos que te pegas a veces; eso sí que es miedo; a mí, dame bombardeos. El miedo a saber que eres vulnerable es algo que nos acompaña siempre. Cuando te expones a ciertas cosas, esa sensación de vulnerabilidad, en tu piel o en la de otros, en mi caso en la de mis niños, es capaz de tumbarme; todo lo demás… He estado en mil sitios donde me podían haber pasado tantas barbaridades… y, bueno, es parte del trato; sabes que te puede ocurrir, pero la idea de que les pasa a mis niños, es algo que me tumba.
Por otro lado, la pandemia nos ha conectado con nuestra vulnerabilidad. En este Occidente nuestro que crea o había creado esa sensación de invulnerabilidad, de pronto, la gente descubrió que no había fórmula mágica para todo: que también te podías poner malo, que también te podías morir, que también te podías contagiar, que no era algo que le pasaba a terceros, que con la tarjeta Visa no se arreglaba todo, que no había un medicamento que nos curara a nosotros, no a los africanos, pero a nosotros sí…
La pandemia nos ha ayudado a conectarnos con nosotros mismos; a reconectarnos con lo que somos porque la vida tiene eso, que se acaba y, si no estás conectado con esa parte, igual no estás conectado con la vida tampoco.
– En tu prosa se mezclan imágenes oníricas con otras donde la crudeza nos sacude por dentro: el bazar y el hamam; la tierra y el agua; el ruido y el silencio… ¿Importa más en estos espacios lo que se intuye que lo que se dice? ¿Le gusta a Paula Farias novelar la vida bajo estos contrastes?
Sí, yo escribo así, generando una atmósfera y dejando la prosa muy abierta. Creas un escenario, un decorado y sugieres para que cada uno lo acabe con lo que tiene en su cabeza, supongo.
– ¿Tu escritura es tan visual, tan lírica, que imaginas tus historias en clave cinematográfica?
Sí, yo escribo viendo la escena; cuento una atmósfera que estoy viendo en mi cabeza, aunque trama cinematográfica no tiene.
– Así lo demuestra también tu primera novela, Dejarse llover, una historia que habla de los silencios de la guerra en Centro Europa, contada desde la cotidianidad, y del impacto que esta genera en las personas. Directa como la vida misma, está cargada de ironías del destino, de leyendas y de lluvia: «lluvia que dejamos correr, aunque tal vez la lluvia se convierta en el bálsamo perfecto para curar las heridas». «Y me lleno de humedad y sudo agua por todos los poros de mi cuerpo, y me deshago en sed por esa lluvia».
También esta historia, como la anterior, se sirve de un estilo intimista para describir el drama social y el horror de todo conflicto bélico. «De noche las minas no se ven, si es que alguna vez se dejan ver. De noche todo es más oscuro, más incierto. Minas, minas. Putas minas. Cómo las odiaba entonces. Cómo las odio aún». ¿La violencia pospuesta es un tema que obsesiona a Paula Farias?
La violencia anónima es un tema recurrente en mi narrativa. Las minas son maquiavélicas, igual que el personaje que las construye. Eso sí que es violencia, esto sí que es maldad y, sin embargo, está vestido de normalidad. Quería contar cómo el horror se te va metiendo en el cuerpo hasta desgarrarte sin ruido, mientras estás condenado a llevar una vida normal.
– Y mientras tanto, ¿qué hacemos en Occidente?
Cada uno está en sus cosas, en lo que nos toca, en lo que te afecta. Es tan difícil empatizar de verdad con algo que está lejos… Es un ejercicio intelectual empatizar con algo que no ves. El estrecho, Siria, Gaza, Marruecos… lo convertimos en crisis para no llamarlo desvergüenza.
– Los protagonistas de Dejarse llover son tan solo un pretexto para contar su experiencia, de hecho dos de ellos ni siquiera tienen nombre. La narración tampoco cobra un peso importante, es de nuevo un subterfugio para «escribir con tus tripas cómo ciertas cosas tremendas pueden llegar a hacerse cotidianas y cómo puedes manejarlas con relativa soltura aunque parezca sorprendente». ¿Cómo convivir con el dolor y la impunidad y no acostumbrarse?
No convivimos con él; lo aislamos. Preferimos no mirarlo; ponemos barreras y miramos para otro lado. Cuando le pones cara a los números no te queda otra que reaccionar. La fórmula es convertirlo en un objeto, en un asunto estadístico, en un número, en un montón de gente en una patera, te olvidas de que son personas, de que tienen una historia, de que tienen los pies fríos… Te olvidas de todo eso y lo conviertes en llegadas, en oleadas, en invasiones, en ese lenguaje periodístico, cargado de metralla, precisamente, para despersonalizar las cosas, para poderlas manejar. Porque si no, ardería Troya o debería arder; si de verdad, estamos viendo que lo ocurre, que esa gente que todos esos números hablan de gente y aun así nos mantenemos al margen y no arde Troya, entonces, deberíamos arder todos. Convivimos así, poniendo distancia.
– La historia que cuentas inspiró al director de cine Fernando León de Aranoa para la realización de la película Un día perfecto, nominada a los premios Goya. ¿El resultado final de ese guion te resultó demasiado alejado de tu escritura?
Escribir un guion es otra cosa; no tiene nada que ver. Yo escribí ese guion con Fernando y con mi hermano Diego. Yo le ponía mis pinceladas poéticas, pero la trama la construían ellos.
– ¿En qué proyectos estás ahora mismo, Paula?
Acabo de terminar el primer borrador de otra novela y estoy preparando un documental, sigo trabajando en Médicos Sin Fronteras, componiendo canciones…
Al final, quizás lo único que importe es nuestra mirada en el aquí y en el ahora.
Agradecemos a Paula su tiempo en esta tarde de verano e invitamos a los lectores a descubrir los libros: Dejarse llover. Paula Farias. Editorial Suma de Letras, 2015. 136 páginas y Fantasmas azules. Paula Farias. ADN. Alianza Editorial. 2021. 138 páginas.