“España nunca será grande mientras las aguas de nuestros ríos se pierdan en el mar y las inteligencias de los niños de nuestros pueblos se desperdicien por no cultivarlas”.
Baltasar Gaspar Melchor María de Jovellanos nació y, allí encontró siempre refugio, en un adusto caserón, situado en la plaza irregular del barrio de Cimadevilla, en el viejo Gijón, en 1744, “en el seno de una de las familias más nobles y distinguidas de la villa”.
Tras su paso por la Universidad de Alcalá, donde forma su espíritu humanístico, toma contacto con los clásicos y entabla amistad con Cadalso, Arias de Saavedra y Campomanes, Jovellanos abandona la carrera eclesiástica para dedicarse a la jurídica. Tiene veinticuatro años cuando acepta, ante el rey, y a propuesta del conde de Aranda, desempeñar la plaza de Alcalde del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla. Pese a que reconocerá humildemente su falta de preparación, posee un alto sentido del deber, tal y como atestigua el historiador coetáneo Ceán Bermúdez: “Sobre todo era generoso, magnífico, y aun pródigo en sus cortas facultades: religioso sin preocupación, ingenuo y sencillo, amante de la verdad, del orden y de la justicia: firme en sus resoluciones, pero siempre suave y benigno con los desvalidos; constante en la amistad”.
Los diez años que pasó en la capital andaluza constituyeron para Jovellanos una etapa fructífera, de vital importancia profesional, humana y literaria. Su valía favoreció rápidamente su ascenso, al tiempo que participó, bajo el amparo de Pablo de Olavide, en las tertulias de los ilustrados de la época, escribió varias obras dramáticas y soñó, quizás, con esa dama, de nombre poético Enerda, Clori, Marina, Belisa o Galatea, a la que convirtió en musa de sus versos.
En 1778, reconocido como prestigioso jurista y afamado hombre de letras, es llamado por Campomanes para ocupar la plaza de Casa y Corte. Su llegada a Madrid y su participación en las más prestigiosas Academias del momento coinciden con el impulso reformista de Carlos III. Al año siguiente, tuvo que viajar con frecuencia por las distintas regiones de España y de sus paisajes, costumbres e impresiones dejó constancia en sus Diarios. En sus páginas se reflejan no solo su deseo de fomentar la prosperidad de Asturias, sino también las visitas, entre otras, que realizó a nuestra provincia o a la ciudad de León, en especial, al Convento de San Marcos, donde funda una nueva biblioteca y encomienda arreglar su archivo.
Sin embargo, la muerte del rey Carlos III, a quien Jovellanos dedicó palabras de elogio, y la subida al trono del nuevo monarca, Carlos IV, amargarán notablemente su vida. Pese a que en 1797 había sido nombrado Ministro de Gracia y Justicia, Jovellanos nunca transigió con la doble moral de la Corte, lo que explica su aversión hacia Godoy, sentimiento que le ocasionó su renuncia al cargo público y un evidente enfrentamiento al sistema, como manifiestan las rimas que publicó en El Censor: “Oh vilipendio, oh siglo…. que todo se precipite al cieno… que venga denodada la humilde plebe y arrase nobleza, títulos y honores…”.
Su particular oposición hacia el valido, su visión reformista del país y la persecución a la que fueron sometidos los ilustrados obligaron a Jovellanos a realizar el viaje más largo y menos deseado de su vida, que le conducirá en 1801 a Mallorca, donde será recluido en la cartuja de Valldemosa, “para que aprendiese el catecismo”, y, finalmente, en el castillo de Bellver. En el proceso contra él se le acusó de ser enemigo de la Iglesia y del trono, de leer libros prohibidos y de convertirse en un peligro para la sociedad. Su Instituto asturiano fue tachado de pernicioso por fomentar la libertad de los alumnos. De su encierro solo saldría en marzo de 1808, tras la caída de Godoy, para enfrentarse con un nuevo dilema. Jovellanos pudo ser afrancesado, como lo fueron tantos de sus compañeros: así se lo pidió su amigo Cabarrús, pero fiel a los patriotas, formó parte de la Junta Central, hasta 1810, fecha en la que presentó su dimisión. De regreso a Gijón, falleció en 1811, en el asturiano Puerto de Vega, mientras los franceses asediaban su amada ciudad.
A la luz de estas pinceladas biográficas, Jovellanos se nos revela como un personaje ejemplar, tan, aparentemente, claro como complejo, en cuyas obras podemos encontrar un espíritu neoclásico, utópico, con tintes prerrománticos. Escribió obras literarias, trabajos de historia, de geografía, de arte, de economía, de agricultura, de costumbres populares, de pedagogía, de moral, de mineralogía e incluso de meteorología. Esta condición poligráfica encaja perfectamente con la figura del ilustrado dieciochesco. Jovellanos escribió de todo y se interesó por todo, con enorme curiosidad y grandeza. Pasó su vida redactando teorías, planes, informes, memorias y proyectos, anticipándose con sus ideas progresistas a tiempos mejores, más propios de una España contemporánea.
Ciudadano comprometido, dirigente desinteresado, contribuyó en la medida de sus posibilidades, a la mejora de la sociedad de su tiempo, defendiendo siempre “la verdad y la utilidad pública”. “¿Por ventura es la sociedad otra cosa que una gran compañía, en que cada uno pone sus fuerzas y sus luces, y las consagra al bien de los demás?”, nos pregunta, a modo de interrogativa retórica, en un discurso que proclama la necesidad de estudiar Literatura, además de Ciencias.
Hoy, más de doscientos años después de su muerte, Jovellanos nos sigue admirando por su honestidad, por su fortaleza, por su sentido del deber, de la integridad y de la responsabilidad. Pensador, hombre de acción, jurista, académico, reformador, estadista y pedagogo, encarnó, desde su visión de futuro, lo más avanzado de un presente convulso.
Una mirada lúcida que la autora asturiana Pilar Sánchez Vicente recrea magistralmente en su último trabajo, La hija de las mareas; “una historia con forma de novela”, donde se relatan, en 1820, las memorias de Andrea Carbayo de Jovellanos, “la Gabacha”, hija de la relación apasionada de Gloria Carbayo, “la Encantadora”, y Jovellanos. Un relato de ficción, lleno de verdad, cuyo trasfondo histórico nos permite recorrer la época más boyante de Gijón:
“La villa, tras ser un asentamiento unido a la pesquería, estaba viviendo un pujante desarrollo gracias al puerto y al comercio con los virreinatos y provincias americanas. Los barcos llegaban y marchaban cargados y, al calor de este tráfico, crecían el número de tabernas, de posadas y de mancebías. Su mercado era uno de los más famosos del norte y las casas de piedra fueron sustituyendo a las de madera donde los ingresos lo permitían… Los señores locales se habían quedado atrás en este crecimiento, más unidos a la tierra y a las tradiciones que a la novedad. Asentaban sus posaderas sobre una masa de campesinos menesterosos e ignorantes, conducidos por curas iletrados que abusaban de su credulidad: venta de reliquias, bulas e indulgencias, falsos milagros, castigos divinos… La superchería causó estragos en el pasado y no parece que ahora, entrados los ochocientos, vaya a cambiar. No, mientras les resulte tan útil a los nobles para mantener sus privilegios”.
Escritora, traductora, maestra, periodista y editora de dos periódicos revolucionarios, Andrea Carbayo, nos llevará de la mano por Oviedo, Gijón, Oxford o París, donde descubriremos el precio de la libertad; con ella, nos adentraremos en la Francia de 1789, viviremos de cerca la guerra de la Independencia y su lucha en defensa de los derechos de las mujeres. “Lo que observaba a mi alrededor me hizo involucrarme sin ser nadie, tan solo una persona honesta que quería construir una sociedad mejor. Una mujer, mi firma lo decía”. Una mujer precursora, rodeada de seres carismáticos y altruistas, que compartirán con ella, en distintos momentos y escenarios de su vida, sus ganas de cambiar el mundo y la ayudarán a crecer. Porque, en definitiva… “¿Cuál podría ser el resumen? Luchar. Seguir luchando, aunque solo sea previsible la derrota. Ganar y perderlo todo. Caer, levantarse y empezar de nuevo, una y otra vez”.
De este elenco de personajes destacan en la historia de La hija de las mareas, más allá de su abuela Carola y de su madre Gloria, dos mujeres fuertes y longevas, odiadas por sus artes sanadoras, Bertrand, médico francés que le enseñará a descubrir que las mujeres son capaces de pensar por sí mismas, Olympe de Gouges, la monárquica rebelde con la que compartirá su amor por las palabras, Thomas, Albert, Felipe, Josephine, las “femmes de lettres”, y, por supuesto, su padre Jovellanos, con quien mantiene una relación muy especial: «Los dos rechazábamos lo viejo y celebrábamos los avances y el progreso. Pero él… aunque defendía los ideales de la Revolución, condenaba su populismo y sus excesos, y estaba en contra del naturalismo y del positivismo. Quería alumbrar un mundo nuevo, donde la mayor nobleza fuera la virtud, que el valor viniera dado por el trabajo, se tuviera respeto, se fomentase la sabiduría, y el premio fuera ser útil a la sociedad. Era un idealista a caballo entre dos siglos».
Para la protagonista, Jovellanos es “un genio incomprendido, un adelantado a su tiempo, un visionario”, un espejo en el que se mira en cada una de sus batallas cuando se da cuenta de que ambos comparten los mismos ideales, persiguen los mismos sueños y son amenazados por sus ideas. Sobrecoge, en este sentido, el dolor que Andrea deposita en las siguientes líneas, preludio de la tragedia que conocemos:
“En un nublado día de marzo de 1801 lo sacaron escoltado como si de un delincuente se tratara. En medio de un gran escándalo, entre abucheos, gritos y lamentos, seguimos la comitiva hasta la Puerta de la Villa. Algunos más lanzados se atrevieron a zarandear el carruaje para intentar detenerlo, y la Guardia los molió a palos antes de prenderlos. Casi sucede una desgracia. Cuando los perdimos de vista, Gloria y yo nos encontramos abrazadas y cubiertas de lágrimas, entre una multitud que veía cómo la Justicia de siempre se llevaba al prohombre de Gixón, a nuestro vecino más honrado y querido, a mi padre.
Nuevamente me tocaba asistir al triunfo de la calumnia y el fanatismo y ver cómo la injusticia se cebaba con los defensores del pueblo llano”.
Se dice que Gijón le debe el mar a Dios y el resto, a Jovellanos; quién sabe si es esa permanente mirada al mar la que hace que sus gentes hayan luchando tanto por los Derechos de las mujeres y conquistado esos espacios de libertad e igualdad de los que disfrutamos las nuevas generaciones.
Invitamos a nuestros lectores a descubrir a la escritora Pilar Sánchez Vicente y a ver la presentación que realiza para La tinta de su última novela, La hija de las mareas.
– Memorias para la vida del excelentísimo señor don Gaspar Melchor de Jovellanos y noticias analíticas de sus obras. Juan Agustín Ceán Bermúdez. Editor Alejandro Fuentenebro. Madrid. 1814. Reeditado por la editorial Silverio Cañada. Biblioteca histórica asturiana, número 6. Barcelona. 1989. 358 páginas.
– La hija de las mareas. Pilar Sánchez Vicente. Editorial Roca. Barcelona. 2021. 320 páginas.