«Ahora que la vida me ha arrojado como un náufrago a las costas de mi infancia…».
Para quienes crecimos en los últimos años de la dictadura, mientras jugábamos en la calle entre aires de imaginación y libertad, la lectura de La Edad de Tiza, del profesor de Literatura Hispánica en la Universidad de Lieja, Álvaro Ceballos, nos retrotrae a la nostalgia del paraíso perdido. Divertida y poderosa, escrita con una prosa plástica y expresiva, la novela nos presenta una historia generacional cuyo protagonista, Álvaro Velayos, se ve obligado, pasados los treinta, a volver a casa, tras sufrir un revés laboral. Sin embargo, este hecho es solo una excusa para resolver una trama de misterio, relacionada con una cinta de vídeo sobre la educación sexual que se imparte en un colegio religioso y masculino. Y esa intriga es, de nuevo, un pretexto para llevar a cabo otras lecturas, que ponen en evidencia la influencia del catolicismo en España,
– Desde tu punto de vista, ¿qué tienen en común Álvaro Ceballos y Álvaro Velayos?
La paronomasia entre el nombre del narrador y el mío propio sugiere que hay una conexión: él evoluciona en espacios y ambientes que yo conozco bien, y está atravesando una fase de cuestionamiento interno por la que muchos hemos pasado, aunque quizás a edades más tempranas. Pero, en lo demás —familia, estudios, actitud—, su vida y la mía tienen poco que ver. (Y ni la suya ni la mía tienen que ver con la de un Álvaro Velayos de carne y hueso, un tipo muy simpático que fue al mismo colegio que yo y que hoy es periodista en Cuenca).
– ¿Madurar significa dejar de hacerse preguntas?
Al contrario. La educación formal que yo recibí, representativa de quienes pasamos por colegios religiosos, consistió más bien en reprimir preguntas, en encorsetar la curiosidad y reducir el aprendizaje a una serie de reglas y de verdades apodícticas. Para mí, personalmente, madurar —en el sentido de crecer intelectualmente— consistió en recuperar las preguntas; no en su acepción banal, desde luego, de levantar la mano e interpelar al profesor, sino en el sentido de cuestionar el marco del saber, de interrogarse sobre las causas y las consecuencias de esas reglas y de esas supuestas verdades, de relativizar las cosas y aprender a ponerse en la piel de los demás.
– En la novela es palpable el peso de la cultura católica en el sistema educativo, pero también has querido resaltar la presencia de otros catolicismos. Háblanos de ellos.
Julio Caro Baroja escribió un libro muy bonito titulado Las formas complejas de la vida religiosa en el que documentaba las divergencias que había entre, por un lado, el catolicismo como institución, con una jerarquía y una doctrina sólidas, y, por otro lado, los modos, muy variados, en los que se ha vivido y se sigue viviendo esa religiosidad. En el circuito educativo confesional yo veo una colisión entre esas acepciones: la religiosidad que se difunde en las escuelas católicas es más dogmática y rigurosa que la que, de suyo, practican la mayor parte de las familias que les confían a sus hijos.
– «Por eso, nosotros, como tus padres, nos apretamos el cinturón para mandaros a un colegio decente. Vosotros sois nuestra apuesta. A ver si no os torcéis». Álvaro, ¿por qué muchas familias pensaron que lo concertado era mejor que lo público? ¿Hasta cuándo se mantendrá ese espejismo?
Estudios como el de PISA de 2018 evidencian que, en términos de conocimientos y competencias, la educación pública no solo no obtiene peores resultados que la concertada, sino que es igual o mejor, aunque en términos relativos, porque a la pública llegan todos los casos complicados que la concertada excluye (o que quedan excluidos de ella por motivos económicos).
Lo que ocurre es que el debate sobre los colegios concertados no se suele centrar en ese aspecto, sino en otros: en si la Administración les cede o no les cede terrenos, en si exigen de los padres «cuotas voluntarias de pago obligatorio»… Son cuestiones importantes, pero han terminado por ocultar que esos centros conforman un ecosistema singular, que se manifiesta en los criterios de contratación del profesorado, en el veto a las clases más desfavorecidas, en la selección de libros de texto, en cierto tipo de relación entre profesores y alumnos, etc. Las familias más conservadoras buscan precisamente ese ecosistema, que reproduce sus hábitos mentales; sin embargo, hay otras muchas familias, más liberales, a las que se les hace creer que el carácter diferencial de la concertada reside únicamente en una o dos horas semanales de religión. Y luego se encuentran con cosas como que visten a los niños con capirotes y mantillas y los sacan a la calle detrás de un paso de Semana Santa.
– «Los niños odian las cosas pueriles porque son hombres de verdad». ¿Qué hay alrededor de esta frase de Sartre, que recoges en tu novela?
Para mí, esa es una frase que encapsula la experiencia adolescente, ese querer «hacerse mayor» por un puro esfuerzo de la voluntad. Lo que puede haber en esa frase de principio universal, de fase biológica, se ve recrudecido en el ambiente cuartelario e intransigente de un colegio segregado masculino.
En la novela, además, esa máxima pone a los protagonistas ante un dilema irresoluble: ellos simulan ser «hombres de verdad», detectives duros por el estilo de Marlowe… pero en cuanto esa simulación pasa a ser percibida como juego («jugar a detectives»), deviene una cosa pueril, indigna de ellos.
– «En el colegio habíamos aprendido que (…) un kilo de frases pesaba más que un kilo de acciones». ¿Cómo se afronta la realidad cuando se descubre que el discurso que han construido en tu centro solamente funciona dentro de cierta clase social o de ciertos contextos?
Hay dos opciones. La primera, la más humilde y constructiva, consiste en cambiar el discurso para ajustarlo a la realidad. Es, por supuesto, un trabajo laborioso que exige muchas lecturas, mucha autocrítica, y que no puede darse nunca por concluido. La segunda opción es la de imponer el discurso a los hechos. Esta es la vía ideológica, a la que sucumben fácilmente políticos y «opinólogos» de diversa tendencia; pero resulta estremecedor que haya muchos colegios que construyan sus proyectos educativos sobre esa base. Eso de que las palabras pesen más que los hechos, inculcado desde edades tempranas, se convierte en una segunda naturaleza, en un reflejo cognitivo del que luego cuesta mucho esfuerzo deshacerse.
– «Para eso os han puesto aquí vuestros padres: no solo para que tengáis la mejor educación que hoy es posible en este país, sino también para que conservéis esa forma de ser, para que no perdáis esa fe que ellos os transmitieron de pequeñitos y que en estos años de la juventud es tan fácil perder». ¿La promesa de esa España del futuro se parece mucho a la España del pasado?
Me encanta esta pregunta, porque resume con extraordinaria precisión el ideario que, en la novela, exponen el director y el capellán del colegio. Enlazando con la pregunta anterior, diría que muchos establecimientos educativos católicos están más preocupados por eso, por reproducir unos imaginarios y unas prácticas tradicionales, que por dar a los alumnos herramientas intelectuales con las que explorar una realidad cambiante y compleja. Los lectores que lleguen al capítulo del que procede esa cita, que es el último del libro, deberán preguntarse si realmente la educación que han recibido los protagonistas hacía de ellos mejores personas, y qué significa, en ese contexto, la palabra «mejor».
– Has comentado en alguna ocasión que «la educación financiada con dinero público no puede servir para fomentar burbujas». ¿Qué consecuencias tiene en nuestro presente la educación religiosa recibida?
Es que la educación religiosa no es solamente religiosa. Me permito ilustrarlo con una anécdota personal: un día, cuando yo estaba en 5.º o 6.º de EGB, vino a visitarnos un chaval que el año anterior se había pasado a un colegio público. Ahora llevaba el pelo largo, traía la camiseta por fuera de los pantalones y las muñecas llenas de pulseras. Cuando se fue, el profesor nos dijo «fijaos, este pobre chico, qué pintas tiene, cómo se ha echado a perder… Menos mal que vosotros venís a un colegio decente». Cuando este tipo de clasismo epidérmico deviene «materia transversal» de un proyecto educativo, no puede extrañarnos que un día entre en el Congreso de los Diputados un hombre con rastas y media España crea que es el fin del mundo.
Cuando cuento estas cosas, es frecuente que alguien replique que, en su instituto, que era público, había un profesor que decía no sé cuántas barbaridades… En la educación pública hay de todo, lógicamente. Pero esa es la clave: hay de todo, hay gente de aspecto variopinto, de diferentes cuerdas ideológicas, y profesores que han pasado por un sistema de contratación sin duda mejorable, pero más o menos ecuánime. Y para la educación de un niño es clave tomar conciencia de lo variada que es la sociedad, y de que ningún grupo puede arrogarse el monopolio del bien.
– ¿Cómo explicas que una experiencia tan definitoria para tantas generaciones apenas haya sido objeto de debate en nuestro país y mucho menos tratada en el ámbito literario?
¡La verdad es que no acabo de explicármelo! A principios del siglo XX, cuando la educación española estaba todavía más entregada que hoy a las órdenes religiosas, sí hicieron ruido unas cuantas novelas que sacaban a la luz sus miserias: A.M.D.G. de Pérez de Ayala, El convidado de papel de Jarnés, El jardín de los frailes de Azaña, Los nietos de San Ignacio de Joaquín Belda… Pero, últimamente, solo recuerdo haber visto tratado este tema en El Evangelio de Elisa Victoria.
Los colegios de gestión privada sostenidos con fondos públicos son, desde mi óptica, una pieza clave en la dinámica social y política actual. Eva Belmonte, en Españopoly, explica muy bien el significado del colegio madrileño Nuestra Señora del Pilar para la clase política española, pero, más allá de ese caso, bastante particular, es llamativo que tantos políticos conservadores hayan estudiado en centros confesionales. Y sus electores, ¿dónde habrán estudiado?
– ¿Como has conseguido recostar ese lenguaje característico de los años 90, que impregna todo el texto?
Seguramente me ha sido más fácil a mí que a otros, y no por mis méritos, sino porque dejé de vivir seguido en España hacia el año 2002. Pero aparte de eso, revisité textos y programas de televisión de la época buscando expresiones que aportasen algo de color local.
– ¿Todos tenemos una edad de tiza?
Sí y no. El sintagma tiene dos sentidos, uno más literal y otro figurado. Estoy seguro de que hay niños hoy en día que apenas saben lo que es la tiza, porque en su escuela ya todo se hace con tablets y pizarras interactivas, lo cual puede acabar siendo una estrategia estrepitosamente fallida; el centro de investigación valenciano ERI-Lectura está publicando estudios muy interesantes sobre ello. En el otro sentido, el de una edad dominada por el pensamiento mágico y las fórmulas dogmáticas, supongo que sí, que todos venimos de ahí. Ahora bien, la educación formal debería sacarnos cuanto antes de ese estado y llevarnos a periodos menos oscurantistas.
Desde estas páginas, estimados lectores, queremos agradecer a Álvaro Ceballos sus palabras. Sin duda, recordar lo que fuimos, nos ayuda a entender el yo que somos ahora.
– La Edad de Tiza. Álvaro Ceballos. Madrid. Alfaguara. 2022. 248 páginas.