«Conozco que te mueve el dolor y la sangre, pero hasta ahora has sido niña amedrentada que se contentaba con impartir castigos. Yo te convertiré en mujer, en sacerdotisa, en diosa. Haré que viertas sangre en virtud de la sangre, y que des muerte en virtud de la muerte».

La dama pálida, cuarta novela del autor gaditano, aunque extremeño de corazón, Mario Peloche, constituye «el relato de una vida salvaje, auténtica, apasionada, sensible y cruel hasta el paroxismo». Una obra gótica, ambientada en el siglo XVI, que recrea la existencia de la aristócrata húngara Erzsébet Báthory de Ecsed, la poderosa dama, a quien la Historia denominó «la condesa sangrienta», por haber cometido centenares de asesinatos de mujeres, y a la que la justicia condenó a ser emparedada en el interior de sus aposentos, hasta el día de su muerte. Dominada por tendencias vampíricas, la novela rememora así, con extrema frialdad y belleza, la necesidad de plenitud e inmortalidad de esta melancólica prisionera, que otorgaba propiedades mágicas al rojo fluido de sus doncellas.

Desde el encierro en el que se halla, todo en la novela resulta oscuro y sádico, incluso los aspectos más inquietantes de su culta personalidad, que emergen ya en sus primeros años de vida: «A mis primos les fascinaba ver cómo el animal se debatía, cómo la mano experta del matachín empuñaba un enorme cuchillo y lo movía tan rápido que la vista no podía seguirlo; yo, sin embargo, me detenía en… ver morir. No puedo definirlo de una manera mejor. Me deleitaba en cómo el silencio y la quietud se adueñaban del animal, en cómo la vida escapaba de él en forma de chorros granates que se iban atenuando hasta quedar reducidos a hilos».

A través del retrato poético de Mario Peloche, nos acercamos a los recuerdos de un personaje voluble, atrapado en un animal monstruoso, cuya transgresión se verá acrecentada en su juventud, tras su matrimonio con el conde Ferenc Nádasdy: «Él me contaba cómo habían quemado a fuego lento a un visir del ejército del sultán Amurat III, o cómo habían tenido que empalar a toda una guarnición rebelde que se había negado a rendirse». Con la muerte de su esposo, el Caballero Negro, en 1604, sus actos de crueldad se multiplicaron, llegando a tener como víctimas, en su castillo de Cachtice, a jóvenes de la nobleza, hecho que motivó su arresto, en 1610, por orden del monarca Matías II.

El juicio fue rápido y contundente. Varios de sus sirvientes fueron interrogados bajo tortura, sentenciados por brujería, decapitados o quemados vivos. Unos meses más tarde, la condesa fue encerrada en su alcoba, que quedó sellada con solo pequeñas aberturas para que entrara el aire y pudiera recibir alimentos. Murió tres años después, el 21 de agosto de 1614. Sus restos fueron trasladaron a Ecsed, su lugar de nacimiento, donde la muerte dio descanso a la mujer que buscó la belleza eterna.

– Mario, ¿escribir sobre la condesa sangrienta ha sido una forma de liberarla de su encierro? ¿Qué ha supuesto para ti acercarte a esta dama?

Ha sido una forma de humanizarla, como me comentaron en una reseña, de acercar su faceta más personal al lector −como madre, como amante, como mujer o como cautiva− y de conocer las motivaciones que la impulsaron a cometer los actos tan atroces que llevó a cabo. Siempre con el afán de comprenderla, que no de justificarla, por supuesto.

Como autor, adentrarme en este personaje ha supuesto para mí un enorme desafío: por ser mujer, por ubicarla de manera coherente en la época en la que se movió y por encontrarle una voz propia, personal, que no solo no desentonara, sino que fuera el hilo conductor de la narración. Por otro lado, es imposible para un escritor involucrarse con un personaje y no verse arrastrado por él o no dejar un pedazo de su alma en el camino. Profundizar en la psique de Erzsébet es asomarse al abismo de Nietzsche; es fácil internarse en la galería de ecos y espejos de su mente, como defino en la novela su mente fragmentada, pero muy difícil desasirse, porque en el abismo siempre hay algo tan terrorífico como fascinante.

– Valentine Penrose, Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar… son solo alguno de los autores que se han sentido fascinados por la condesa sangrienta. ¿Qué has aprendido de todos ellos y en qué has querido diferenciarte?

Valentin Penrose y Alejandra Pizarnik se centraron en sus respectivas obras, La condesa sangrienta, en la belleza visceral y convulsa del personaje, y utilizaron la poesía −más concretamente, la prosa poética, en el primer caso−, para acercarse a ella. Sin embargo, por lo que respecta a Cortázar, nuestro personaje aparece en obras como en 62. Modelo para armar, donde mostró su admiración por la novela gótica y, especialmente, por los relatos fantásticos, centrados en el tema del vampirismo, de los que fue un gran aficionado en su juventud.

Es difícil, por tanto, ser original cuando grandes autores ya lo han hecho. Personalmente, al igual que Penrose y Pizarnik, utilizo la prosa poética para iluminar los lugares más sombríos de su mente y los episodios más luctuosos de su vida, porque, como reitero en mis presentaciones, utilizando las palabras de otro poeta: «hay lugares en los que solo se puede entrar con la poesía por delante». Además, al igual que Cortázar, homenajeo la novela gótica clásica, esa que es una prolongación del movimiento romántico y que busca poner el énfasis en los sentimientos que nos llevan más allá de nosotros mismos, trascendiendo a las propias circunstancias y a sus autores más afamados, referentes en mis lecturas, como Mary Shelley, Stoker, Poe o Le Fanu, por citar solo algunos.

No obstante, en un aspecto creo que sí he sido original. He tratado de dar voz a Erzsébet, de que fuera ella, al contrario que en el resto de las obras indicadas, que se basan en su vida, la que rememorara su existencia, de tal forma que así el lector se viera sumergido, desde el primer momento, en esa psique especular para desentrañar, como Ariadna, ese hilo de voz que le permitiera recorrer el dédalo de su memoria.

La crueldad y la locura, lo legendario y lo histórico se entremezclan en la figura de Erzsébet Báthory. ¿Todavía hoy resulta difícil explicar dónde acaba el mito y dónde empieza el personaje real?

Resulta difícil porque, aunque existe abundante documentación histórica acerca de su linaje, apenas existen cartas de su puño y letra y, desde luego, se conservan pocos documentos directamente relacionados con su vida, ya que muchos se han perdido con el transcurrir de los siglos, como el famoso diario donde se dice que anotó el nombre y las características principales de más de un centenar de damas desaparecidas. Todo esto hace que, junto a las leyendas enhebradas con el tiempo, primero literarias y luego cinematográficas, su figura se haya asociado al vampirismo. De hecho, esa escena que todos tenemos en la cabeza de la condesa, sumergiéndose en una bañera llena de sangre, es un añadido, realizado un siglo posterior a su muerte, que no aparece en las actas procesales que menciono en el prólogo. O que su apellido, Báthory, que viene de bátor, con el significado de «valiente», fuese un regalo otorgado a un antecesor de Erzsébet, que habría derrotado a un dragón que asolaba la región, obteniendo así no solo el apellido para su estirpe, sino también los terrenos adyacentes y tres colmillos, que acompañarían, desde entonces, al escudo familiar… Como se puede ver, circulan leyendas de todo tipo.

Personalmente, me he querido alejar de estas divagaciones y centrarme en los hechos demostrados: la historia y la situación política de Europa, la del pueblo húngaro, con su cultura de raíces orientales, la historia personal y familiar de Erzsébet, su matrimonio, sus actos probados de sadismo…  y dejar, como recurso novelístico, esa voz suya, con la que trato de columbrar cuáles podían ser sus pensamientos y qué pudo ella encontrar dentro de sí misma mediante la contemplación permanente de su espejo.

Clive Leatherdale, una de las máximas autoridades de la obra de Stoker, en su libro Historia de Drácula, publicado en España, en 2019, por la editorial Aroa, afirma que Erzsébet «fue la practicante del vampirismo en vida más célebre y autentificada de la que hay constancia». ¿Drácula fue mujer?

Sí. Creo firmemente que Drácula fue ella. Realmente, Erzsébet Báthory utilizó la sangre, pero no al modo vampírico de folletín, sino siguiendo prácticas muy antiguas, que ya habían llevado a cabo los antecesores de los magiares, en la antigua Anatolia, en cultos relacionados con la diosa madre, y que se transmitieron a Grecia, a sus ritos dionisíacos e incluso al cristianismo, con la transubstanciación. Estas prácticas, de «magia roja», utilizaban la sangre de un modo alquímico, en pociones o ungüentos, como elemento asociado a la purificación y la regeneración para el mantenimiento de la vida. Cuando dichos comportamientos se tergiversaron y exageraron, Erzsébet pasó a ser un personaje-vampiro rodeado de leyenda, permaneciendo, en el imaginario colectivo, como fuente de inspiración literaria.

Su fama alcanzó su punto más álgido durante los siglos XVIII y XIX, precisamente cuando el género gótico se desgajó del romántico. Veinticinco años antes de que Bram Stoker editara su libro Drácula, Sheridan Le Fanu, en 1871, publicó Carmilla, una novela protagonizada por una dama ávida de sangre, perteneciente a la nobleza, muy pálida y con ciertas querencias lésbicas. Sin duda, una copia palmaria de Erzsébet, que evidenciaría el hecho de que Stoker conoció bien la novela. Autores como Javier García Sánchez, en su magnífica y recomendable obra Ella, Drácula, ya postula que Erzsébet fue un icono, a partir del cual se desarrolló el vampirismo más clásico y se convirtió en un modelo para futuros arquetipos.

También el acto de lectura tiene algo de posesión vampírica. ¿Podríamos decir que el gran vampiro es el lenguaje, en la medida en la que una no sale indemne cuando se interna en estos caminos de la perversión? ¿Experimenta algo similar el autor?

Pienso que sí. En una respuesta anterior hablé del vértigo, de la fascinación y del inevitable miedo, que supone enfrentarse al abismo. En este caso, el abismo es ella y, más concretamente, su psique torturada y fragmentada. La condesa es un personaje tan alejado de todo y de todos, que imaginar cómo podía pensar una mujer así, cómo y de qué forma podían sus recuerdos aparecer en su mente, en los más de cuatro años, que pasó emparedada en su habitación, implica aceptar que vas a tener que modificar tus propias pautas de pensamiento, que vas a tener que pensar en cosas terribles e innombrables, que tus palabras van a dejar de pertenecerte durante el tiempo que le dediques a la novela y que, incluso cuando esté terminada, nadie puede asegurarte que vas a recuperar tu propia voz. Porque el lector puede cerrar un libro, olvidar un personaje y pasar a otra cosa, pero esto no funciona así para el autor. El escritor es deudor, a la vez que esclavo del personaje, sobre todo si este es tan intenso, tan fascinante y tan diferente como lo es —como lo fue— Erzsébet.

– La condesa sufrió el eterno conflicto entre el tiempo y la infinitud, un problema que engendra una tristeza sin consuelo, una caracterización de la melancolía, que más allá de un diagnóstico psicopatológico, ¿crees que nos invita a reflexionar acerca de las condiciones sociales que provocaron o fomentaron su abatimiento?

Nos invita, por lo menos, a contemplar, de una manera diferente, ciertos males asumidos en la sociedad. Ella nunca fue diagnosticada como enferma mental −lejos quedan todavía los tiempos del Psicoanálisis−, pero no es arriesgado pensar que pudiera sufrir algún tipo de sociopatía. O, con respecto a la melancolía que comentáis, esta era considerada en la época de Erzsébet como una enfermedad, una bilis negra que invadía tu cuerpo, te hacía debilitar y languidecer. Algo parecido sucedía con la epilepsia, denominada morbus sacer o enfermedad sagrada. De ambas padeció Erzsébet. Creo que en la primera tuvo que ver, aparte de esa incipiente sociopatía, la indolencia y el exceso de ocio que un noble tenía en aquellos momentos, dado los pocos quehaceres, que su vida acomodada demandaba o, al menos, como comento en la novela, hasta que el fallecimiento de su esposo la obligó a tomar consciencia de todas las obligaciones que su cargo requería.

¿«¡Todo es espejo!», como nos dice Octavio Paz?

No sé si todo es espejo o si todos somos espejo, pero tengo la certeza de que ella sí que era espejo. Las crónicas de la época afirman que Erzsébet mandó construir un espejo −según se dice, siguiendo las directrices que había recibido en un sueño−, un espejo de pie, con unos asideros de madera, donde poder descansar los brazos. Allí pasaba las horas, contemplando, contemplándose. Entiendo que, hora tras hora, día tras día, iría perdiendo la noción de la realidad, dado que estos objetos siempre se han relacionado con la disolución del yo, con la pérdida de identidad, hasta que (y aquí novelo) se produciría ese escindirse, que ella afirmaba sentir en ocasiones, aquellas en las que, en sus sótanos, dejaba de ser ella, y se volvía «la otra que hay en mí».

Muchos historiadores sostienen que, además de su culpabilidad, existieron diferentes motivaciones políticas, detrás del juicio de Erzsébet Báthory. Concretamente, en la década de 1990, especialistas de diversos campos dibujaron la idea de que la condesa, víctima de una conspiración, fue una poderosa viuda en un mundo de hombres y que su influencia amenazó el poder de la corona húngara. Eso sin olvidar que tanto la condesa, como su familia, eran protestantes, frente a un país donde los Habsburgo, férreos católicos, trataban de consolidar su hegemonía. ¿Qué opinas de esta «conjura machista», a la que han aludido autores como Irma Szadecsky-Kardoss, Tony Thorne o Kimberly L. Craft, en los últimos años?

Opino y pergeño, a grandes rasgos en la novela, que hubo un complot político, alrededor de Erzsébet. En primer lugar, por esa dicotomía religiosa, que comentáis entre los reyes de la casa Habsburgo, católicos y considerados extranjeros en Hungría, y las familias nobles húngaras, protestantes, (el protestantismo además fue introducido en el país por un tío materno de Erzsébtet), que provocó siempre roces. Pero también porque el rey Matías de Habsburgo, cansado del poder, que esas rancias casas nobles húngaras tenían en el país, vislumbró, tras la muerte del esposo de Erzsébet, Ferenc Nádasdy, la posibilidad de quedarse con todo su patrimonio y el de su familia, para lo cual necesitaba que las acusaciones que se vertieron sobre la condesa fueran ciertas, para que sus hijos no pudieran reclamar su legado. Es decir, siendo conscientes de que Erzsébet cometió hechos atroces, quizás se generó una leyenda negra a su alrededor, que benefició a los intereses de la propia corona.

– Al final, Eros y Tánatos quedan dramáticamente unidos en esta mujer, para la que matar al otro, en el fondo, significa morir. ¿Se convierte también ella en la viva imagen de la Muerte?

Sostengo que Erzsébet se sentía un ser discontinuo, aislado, y que para ella la muerte tenía un sentido de continuidad. Creo que Erzsébet encontró en la muerte la disolución del yo y en la conexión con otros individuos −una conexión enfermiza y sociopática, claro, de alguien que no era capaz de sentir empatía−, en ese instante en el que los despojaba de vida, se encontraba a sí misma, se sentía ser. Pero, por descontado, este era un sentimiento efímero, que ella trató de retener y perpetuar en la concatenación de muertes, convirtiéndose así, como afirmo en la novela, «en la sacerdotisa y diosa de su propio culto sanguíneo».

– ¿Consideras, como ha señalado Alejandra Pizarnik, en La condesa sangrienta, que «Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible»?

Sí. Utilizo esa cita de Pizarnik porque coincido con ella. La propia Pizarnik, tan atormentada como el propio personaje, creía en esta máxima. Alejandra acabó suicidándose poco después de escribir esto, quizá porque reconoció en sí misma una idéntica soledad, una melancolía similar y un abandono semejante, en la misma cárcel, la propia, la íntima, la personal, de la que no hay escapatoria posible, salvo la última. Y, porque en el caso del personaje de la novela, cuando ella pudo «ser» enteramente −momento que coincide con la muerte de su esposo, en el que tiene que hacerse fuerte, «revestirse de espinas», como digo en la novela, y defender sus posesiones y su legado ante las presiones externas, tanto políticas, por parte del rey Matías II como las de su propia suegra, Orsolya−, rompió su crisálida y emergió por fin la criatura salvaje que, en su interior, siempre había sido.
Desde estas líneas, estimados lectores, os invitamos a descubrir la poesía que late en la atrocidad de esta historia, de la que nos habla el autor en el siguiente vídeo:

La dama pálida. Mario Peloche. Europa Ediciones. Madrid. 2020. 142 páginas.