14 DE JULIO, DE ÉRIC VUILLARD.
«La voluntad del pueblo acaba de entrar en la Historia».
«No dormir es vivir en la muerte. La noche nos arrastra, inmóvil, hasta el momento en que renunciamos. El día es confusión, y la noche, despiadada. La noche oculta en su interior un espejo en el que nos adivinamos sin vernos». Una velada de insomnio como esta puede convertirse, en ocasiones, en el preludio de una jornada histórica, como sucedió en Francia, el 13 de julio de 1789, cuando el día dio paso a una noche «larga, larguísima, una de las más largas de todos los tiempos. Nadie pudo dormir. En torno al Louvre deambulaban pequeños grupos […]. Las tabernas no cerraban. […] Hacía un calor achicharrante, no había modo de conciliar el sueño; fuera, la gente buscaba un poco de viento, un poco de aire. Nadie en París dormía».
Estos fragmentos pertenecen a la novela titulada 14 de julio (2019), del escritor, cineasta y guionista francés Éric Vuillard, ganador, en 2017, del Premio Goncourt, por su novela L’ordre du jour, en la que se revelan «las bambalinas del ascenso de Hitler al poder». Ambas novelas de Vuillard toman como referencia hechos históricos, al igual que ocurre en otras de sus obras, como Conquistadors (2009), que relata la caída del imperio inca; Congo (2012), donde cuenta la conquista colonial de África; o La Bataille d’Occident (2012), cuyo trasfondo es la Primera Guerra Mundial. Su última novela, publicada en España por Tusquets Editores, La guerra de los pobres (2020), narra las contiendas de los campesinos alemanes del sur, en 1524; una obra que, según los críticos, no sería una novela histórica al uso, sino la narración de «un acontecimiento histórico que roza, por momentos, el alegato político».
Con el relato trepidante de los hechos acaecidos en París en 1789, Vuillard consigue contar «la historia de sus verdaderos protagonistas, gentes anónimas impulsadas por el hambre, el malestar, la carestía de lo indispensable», obligando al lector a abandonar el letargo de lo que ya conoce, por ser un suceso histórico tantas veces contado, para pasar a la acción, que puede vivir desde dentro de la batalla, en el corazón mismo de la toma de la Bastilla, y darse cuenta de que todo empezó meses antes del asalto, cuando se produjo «la rebelión de los trabajadores de la manufactura Réveillon, que vieron recortados sus salarios, y cuya cruenta represión causó más muertos que los del 14 de julio». En esta revuelta, que tuvo lugar el 28 de abril de 1789, hubo «más de trescientos muertos y otros tantos heridos», los «cadáveres fueron arrojados a los jardines de los alrededores, a las carretas de estiércol de los huertos cercanos, amontonados […]. Después marcaron a hierro candente a los agitadores, a quienes se mandó a galeras. Y se dice que, aparte de la del 10 de agosto de 1792, fue la jornada más mortífera de la Revolución».
La mecha estaba encendida casi tres meses antes del inicio del fin de la monarquía absolutista francesa y solo era cuestión de tiempo que el Palacio de Versalles cayera, esa «obra eterna» que «durante treinta años se cavará, se arrancará, se plantará, se edificará», pues «se precisarán treinta años de construcción, de explanación, treinta años para convertir una apestosa marisma, una extensión de bosque y agua estancada, en pabellones, parterres, bosquecillos, cornisas», como falso emblema de una «corona de luz, una lámpara de araña, un vestido, un decorado», una oda hiperbólica a los excesos, al derroche de «los Luises», aquellos que habían vivido de espaldas a su pueblo y que «cualquiera que fuera su número, habían metido la mano bajo demasiadas faldas, pellizcado demasiados talles y mordido demasiadas nalgas». A veces, la Historia puede parecer «una broma, una chanza rabelesiana, una fantasía absurda, una habladuría. Pero hay cosas más divertidas, cosas peores», como, por ejemplo, la compra que realizó María Antonieta de Austria –la reina consorte de Francia y Navarra, decapitada en 1793, pocos meses después de que lo fuera su marido, Luis XVI− «de un par de candelabros con diamantes, por doscientos mil francos, en 1775» o de un par de pendientes, por «trescientos mil francos», mientras «una gran hambruna azotaba Francia. La gente se moría. Las cosechas habían sido malas. Muchas familias mendigaban para vivir. […] Era un pueblo de mujeres, de niños, el que se rebelaba. También, un pueblo de gente desempleada. De seiscientos mil habitantes, París contaba con ochenta mil almas sin trabajo ni recursos. Entonces la agitación se extendió a los que vivían en cuchitriles», porque, en efecto, «el 14 de julio de 1789, la que sitia la Bastilla es París».
El narrador compara la capital francesa de finales del siglo XVIII con otras ciudades con funesto desenlace, como Enoc, Sodoma, Gomorra y Jericó: «París es una de las mayores ciudades del mundo, no es ya una villa, con su ágora, su foro, es una gran ciudad moderna, con sus suburbios, con la miseria que se aglutina a su alrededor, satura de noticias y poblada de rumores». Además, «París es una masa de brazos y piernas, un cuerpo lleno de ojos, de bocas, una baraúnda, por tanto, soliloquio infinito, diálogo eterno, con innumerables azares». La novela de Vuillard se convierte en el relato de los anónimos, de los impulsores y alborotadores que dieron lugar a la Revolución Francesa, defendiendo que «hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de Julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito». La capital del Sena es un personaje más en la novela, uno que aglutina a todos los héroes y caídos anónimos durante la toma de la Bastilla y la Revolución; París «es una masa, una muchedumbre, bullicio excitante, una caterva, una multitud», llena de nombres propios que no han pasado a la Historia de la Revolución Francesa, a pesar de que fueron los auténticos protagonistas de ella.
La toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, fue promovida por el pueblo de París que tomó las armas en Los Inválidos –el complejo construido por orden del rey Luis XIV, en 1670, con la intención de dar cobijo a los veteranos, inválidos por la guerra, que quedaban sin hogar−, para encaminarse hacia una vieja fortaleza real, la Bastilla, apoderándose de ella, tras un sangriento tiroteo, poniendo en libertad a los pocos que allí se encontraban encarcelados. Este hecho fue la primera victoria de los parisinos sobre un símbolo del Antiguo Régimen. La Fête de la Fédération, concebida como fiesta de la reconciliación nacional, se celebró, en presencia del rey, el 14 de julio de 1790, jornada en la que no hubo derramamiento de sangre, sellando así la unidad de todos los ciudadanos franceses. En 1792, Claude Joseph Rouget de Lisle escribió la letra de «Chant de guerre pour l’Armée du Rhin», adoptada como «La Marseillaise», después de que los voluntarios de Marsella la cantaran por primera vez, en las calles, ese mismo año. La melodía, reclamo de la Revolución Francesa, se convirtió en el himno nacional de Francia, a partir del 14 de julio de 1795, aunque fue prohibido durante el Imperio napoleónico y la Restauración. Desde 1880, por iniciativa del diputado de extrema izquierda Benjamin Raspail, el Senado francés aprobó la fecha del 14 de julio como día de la Fiesta Nacional de la República francesa. «Allons enfants de la Patrie»…
Os invitamos, estimados lectores, a no olvidar los acontecimientos que han marcado la Historia y a redescubrirlos en obras como las de Éric Vuillard: «Deberíamos abrir más a menudo las ventanas. De cuando en cuando, así como así, de improviso, mandarlo todo a hacer puñetas. Sería un alivio. Deberíamos, cuando se nos encoge el corazón, cuando el orden nos envenena, cuando el desasosiego nos asfixia, forzar las puertas de nuestros Elíseos irrisorios […] y buscar por la noche, bajo las corazas, la luz como un recuerdo».
– 14 de julio. Éric Vuillard (Autor). Javier Albiñana (Traductor). Barcelona. Tusquets Editores. 2019. 192 páginas.
* Foto de portada: Storming the Bastille. English School.