VIAJE AL PASADO. PALABRAS PARA NUESTROS ABUELOS.
Se nos van, con alegría y sin rencor; se nos han ido, entre el llanto y la incredulidad, sintiendo que, hasta en la grandeza de su partida, nos han enseñado a vivir.
NURIA SÁNCHEZ VILLADANGOS.
El cuento Un poema para mis abuelos, de la escritora gaditana Sara Búho, nos ha servido de excusa, en esta ocasión, para inventar nuestro particular deseo de abrazar y detener el tiempo de los que ya no están.
In memoriam.
El “tiempo”: ese gran dictador de nuestras vidas, que nos hace creer que su transcurso es eterno o circular cuando, en realidad, se muestra inmisericorde e implacable.
El “espacio”: difícil encontrar uno propio en nuestras vidas, llenas de lugares comunes habitados en soledad.
El “firmamento”: un lugar infinito, desconocido, utópico, alejado de lo terrenal y ajeno a lo cotidiano.
Y “todos aquellos”: los que se han ido y han dejado un vacío en nuestras vidas que no se llenará jamás. “Es ley de vida” –se dice cuando se habla de personas mayores, los obligados a irse por una ley natural, selectiva y azarosa. Esos abuelos que tanto quieren y enseñan, con hechos y con palabras, y que la muerte nos arrebata siempre antes de que estemos preparados para ello.
Aún recuerdo de forma muy intensa la muerte de mi abuela Aurora y de mi abuelo Ángel. Mismo año, distinta estación. La primera, mi criadora, en un frío día de enero; el segundo, al que veía muy de vez en cuando, en un caluroso día de junio. La noticia de la partida de ambos me la dio mi madre, temerosa de que un poco de mi infancia, la “verdadera patria” –como decía Rilke−, se iba con ellos. Y no se equivocaba. Con ambos enterré una parte de mí, de lo que era entonces. Con el tiempo, fuera ya de la infancia, también eché de menos a los otros dos abuelos (Enrique y Fortunata) a los que no conocí porque se habían ido de este mundo antes de que yo llegara.
Después de estos meses pandémicos, me resulta inevitable pensar cómo hubieran sentido la “abuelidad” aquellos que no vivieron lo suficiente para ver a sus vástagos tener sus propios hijos, continuar su legado, heredar su carácter. Los que aún tenemos la dicha de permanecer en este mundo terrenal luchamos contra una pena que cada día consume un poco más y acompaña un poco menos, sobreviviendo inconscientemente y a expensas de una frágil memoria: la colectiva, que, por espacio y tiempo, hay días en los que apenas existe y noches en las que arropa al insomnio. Porque “aquellos que se han ido” viven en uno mismo y no terminan de irse nunca. Tienen su recuerdo indeleble, como abuelos, como padres, como nietos, como hijos, en la monotonía de las pequeñas cosas verdaderamente importantes de la vida, las “simples cosas” a las que “devora el tiempo”.
MARGARITA CUETO.
A ti, abuela Manuela,
que me lees en mis cicatrices.
Hay noches en las que la abuela viene a visitarme. Cuando todos se han dormido, entra sigilosa por la ventana y se sienta a mi lado. Yo la espero, despierta, en mi refugio.
Con el dedo corazón dibujo en sus labios una cálida bienvenida; ella escribe en mi piel huellas que permanecen toda una vida. Huele a jabón de lavanda y a galletas de canela, como si hubiera recorrido miles de kilómetros para estar junto a mí.
Hay noches en las que me sobran besos y me faltan palabras; amaneceres en los que hablo de ti, conmigo.
A veces me pregunta si he aprendido a amar más y a querer menos, si mis miedos pesan hoy igual que mis anhelos; otras veces, sus versos acunan mi mar de tormentas.
Desde hace sueños, jugamos a imaginar que sigo siendo la niña que fui. Es su voz la que guía el mapa de mis recuerdos; es su melodía la que me transporta a historias en blanco y negro, a cuentos de dragones y princesas rebeldes, que vienen a salvarme. Es su mano la que entonces me sostiene. Cuando estoy a punto de perder el equilibrio, ella me recuerda que puedo, que soy.
Te nombro, abuela, y en mi nombre encuentro una razón para quedarme, para pedirte que te quedes, para desear que no me olvides.
Hay mañanas en las que abro la puerta para que vuelva la nostalgia…
Un poema para mis abuelos, de Sara Búho, ilustrado por María Girón y editado por Destino, colección Baobab. 32 páginas.