“Merece la pena echar la vista atrás y ver de dónde venimos para entender quiénes somos”. Es una de las primeras revelaciones con las que el actor Juan Diego Botto, en su interpretación magistral de Federico García Lorca, sorprende al espectador al inicio de la obra de teatro, Una noche sin luna. El intérprete y su director, Sergio Peris-Mencheta, logran crear un universo mágico, envolvente y atemporal en una pieza teatral que bien podría ser el “finísimo trocito de hilo” que pudiera servir para reconstruir la trama de la historia del autor granadino, como si todavía nadie se hubiera atrevido a acercarse a las fosas para levantar la tierra y “conocer la verdad de las sepulturas”, para escuchar a las voces dormidas que gritan el dolor contenido tras tanto tiempo de espera.

“¿Cómo se trae la realidad a la escena?”, se pregunta el intérprete al inicio de la obra, guiando al espectador, a través de la palabra y de la emoción, por el relato de una vida convertida en literatura, suma de recuerdos evanescentes y fugaces. Inicio y final, nacimiento y muerte, que van entrelazados, pues la existencia es tan efímera que solo la eternidad logra dilatar la brevedad del tiempo vivido. Memoria e identidad como elementos necesarios para entender quiénes somos y cómo seremos recordados, para comprender cómo la mudanza de las cosas no tiene por qué suponer la pérdida de lo que en su origen fueron. “Teseo tenía un barco”, nos recuerda Lorca sobre las tablas, pues la paradoja del barco del que fuera rey de Atenas sirve para transformar completamente el escenario inicial y convertirlo en un navío que, en la noche estrellada, pone rumbo hacia un destino desconocido e inalterable. La referencia mitológica abraza el recuerdo de su vida y la madrugada de su muerte.

“Al salir yo miré al cielo buscando la luna para que me llevara con su polisón de nardos y, entre todas las noches del mundo, decidieron matarme en una noche sin luna”, afirma el personaje de Lorca, instantes previos al sonido de un fusil que acabará con su vida. Aquel hombre que, mientras estaba en la Residencia de Estudiantes de Madrid, había suplicado a su padre: “dejadme las alas en su sitio que yo os prometo, os prometo que volaré bien”, antes de su último hálito de vida, sigue recordando la caricia de su compañero Rafael Rodríguez Rapún, secretario de La Barraca y uno de los inspiradores de los Sonetos del amor oscuro.

La luz del hombre y la oscuridad de quienes lo juzgaron injustamente, de quienes lo asesinaron, de quienes nos dejaron huérfanos de sus palabras. La arbitrariedad de aquellos que señalaron o decidieron el trágico final de García Lorca, como el Gobernador de Granada, José Valdés Guzmán, o el General de Sevilla, Queipo de Llano, que en la madrugada del 18 de agosto de 1936 recetó darle al poeta “café, mucho café”: “¿No es maravilloso lo que hacemos en este país con el lenguaje? Sin duda, me dieron café, montones de café”, llega a ironizar el propia Lorca sobre el escenario. Cada afirmación que el intérprete realiza, cada momento recreado, cada emoción manifestada, cada recuerdo compartido se convierten en un golpe de realidad tan fuerte que las lágrimas resultan insuficientes para revelar la rabia que el espectador siente. Estamos ante una pieza teatral que zarandea constantemente al que desde su butaca asiste, zozobrando, a lo que ya conoce para reencontrarse con lo más tenebroso de los seres humanos: la envidia, el odio, la ira, el miedo, el rencor, la pérdida, el sufrimiento, el dolor, la agonía, la represión, la censura, la soledad.

Vida y muerte de un poeta que, en esta ocasión, también asiste a la representación desde fuera del Teatro Español, en la Plaza de Santa Ana, con la alondra de la esperanza a punto de volar de sus manos. Recuerdo y homenaje hacia Dióscoro Galindo, el maestro que por las noches enseñaba a los jornaleros a leer y a escribir y al que también fusilaron aquella fatídica madrugada de agosto, con su nombre escrito con tiza en una de las tablas del escenario. Reconocimiento y elogio hacia el hispanista que tanto ha estudiado la biografía de García Lorca, Ian Gibson, quien también asiste a la representación de la obra de teatro esa calurosa tarde de verano en Madrid.

Una noche sin luna es la belleza en sí misma, la emoción imposible de contener. Es un canto a la vida, pero, sobre todo, a la muerte de Lorca; y su escena final es tan conmovedora como catártica. La obra realiza un viaje por la vida del escritor, por sus sentimientos, sus deseos, sus razones, de una forma delicada y respetuosa, pues solo cuando se expresa lo que se siente y lo que se padece, los días amargos y las noches oscuras, se puede alcanzar la eternidad. Las canciones “Anda jaleo”, interpretada por Rozalén, y “Pequeño vals vienés”, cantado por Enrique Morente, crean el ambiente perfecto, en los momentos decisivos de la obra, para sobrecoger la razón y el corazón, para confirmar la inmortalidad del poeta granadino: “Yo no me voy a morir. No me voy a morir. Voy a tener siempre una sonrisa en la cara y doblaré las esquinas diciendo: soy yo; estoy en esta tierra que es mía porque la riego con mi ilusión y mi alegría”; para reconocer las circunstancias de su vida y su manera de entenderla, de sentirla, de amarla: “Yo también soy este país. Y, si no te gusta, crece. Y mis versos enclenques y torcidos y mis versos firmes y brillantes. Y mis ganas de amar a quien quiera. Y de que no haya niños sin libros ni zapatos. Y de que la palabra sea siempre libre”. Pero el escritor, el mismo que sabía que “el más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta”, aquel que vivió escondiendo lo que sentía y amando lo que tan bien hacía, no pudo escapar de su funesto destino.

Federico solo hay uno y nació en Granada. Lorca es inmortal y vive en sus versos y en sus obras de teatro, en sus reconocidos símbolos y en los personajes que imaginó, en las representaciones de sus piezas teatrales y de su propia vida. Admirar al hombre que nació “poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo”, en la obra de teatro Una noche sin luna es uno de los mejores homenajes que podemos brindarle.

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Vida y muerte de Federico García Lorca. Ian Gibson (ilustrado por Quique Palomo). Barcelona. Penguin Random House. 2018. 102 páginas.

Federico. Ilu Ros. Madrid. Lumen. 2021. 349 páginas.

Una noche sin luna. Dirección: Sergio Peris-Mencheta. Dramaturgia: Juan Diego Botto. Producción: La Rota Producciones, Barco Pirata Producciones, Concha Busto Producción y Distribución.  

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